
LEE UN EXTRACTO
1
Carlos observó su rostro en el espejo retrovisor. Sus ojeras eran verdaderos surcos hundiéndose en su piel, uno bajo otro. ¡Por Dios! ¡Se veía tan viejo!
Su pelo despeinado, canoso y largo le procuraba un aspecto tan desaliñado. Parecía que ni siquiera se había lavado la cara antes de partir a trabajar.
¡No es mi culpa! Tengo cosas más importantes que verme bien… Y además tengo una familia que mantener. Las afirmaciones venían a él automáticamente, como si misteriosamente alguien las estuviera susurrando en su oído.
La cadena de pensamientos le siguió arrastrando en aquel semáforo que le pareció eterno. ¿A dónde habían ido a parar sus sueños de juventud? ¿Qué habría sido de él, si hubiese comenzado a estudiar Ingeniería Comercial, como decían sus padres?
—No eche a perder su futuro mijito…
Todavía recordaba a su difunta madre, que se levantaba a las cinco de la mañana todos los días para trabajar de empleada doméstica para una vieja con plata. ¡Cómo se había sacrificado por él, su vieja!
—La vida es muy dura, usted no tiene idea todavía porque es muy joven, pero el tiempo pasa rápido…
Y así había sido. La vida había pasado muy rápido. Y ahora, ¿qué quedaba de aquella época de libertad? Tan solo felices remembranzas de sus últimos días de inocencia.
Un año después de salir de cuarto medio dejaría embarazada a la Daniela y comenzaría una vida responsable trabajando de conductor de micro.
Aquello no era malo, ganaba bastante bien y realmente estaba orgulloso de la familia que estaba formando, pero… de alguna forma, el tiempo se había encargado de volver las cosas de color gris.
No había nada en su pasado que estuviera mal realmente. Nada socialmente incorrecto ni mucho menos. Porque si había metido la pata, también es cierto que había procedido como tenía que hacerlo, haciéndose cargo como un hombre responsable.
Y sin embargo ahora se sentía tan ahogado. Cómo si en realidad aquel pasado no fuese suyo. Cómo si ninguna decisión importante la hubiese tomado él, jamás. Como si toda su vida no hubiese sido más que lo que se suponía tenía que ser o hacer, siempre a merced de las circunstancias y no por su propia voluntad.
¿Es esto todo lo que soy?, se preguntó con desesperación, mientras observaba la antigua y descolorida fotografía puesta en la ventana frontal de su vehículo, en que salía junto a Daniela y sus, ahora ya, tres pequeños hijos. ¿Acaso no soy más que un frívolo e idiota conductor de micro? ¿Qué futuro me espera si continúo así? ¿Qué futuro les espera a mis hijos?
Repentinamente, un fuerte bocinazo le hizo volver a su fría realidad.
—¡Hey, gordo! —le gritaron desde el fondo de la micro —¡Hasta cuando te vamos a esperar! ¡Es que no ves que vamos apurados!
Carlos se había quedado pegado en el semáforo, sin darse cuenta. Permanecer absorto en sus propios pensamientos mientras conducía era una situación que se estaba volviendo cada vez más repetitiva y evidentemente peligrosa.
Más atrás, una gran cola de vehículos tocaba la bocina desesperadamente y de todos lados pareció lloverle insultos de todo tipo.
Por primera vez en mucho tiempo, Carlos no respondió.
Le habían pillado con la guardia baja. Y con la misma expresión de un niño que es regañado por un adulto, solo se limitó a mover la palanca de cambio y apretar el acelerador para salir de ahí rápidamente.
¡Ojalá pudiera hacer lo mismo con mi vida!, pensó con pesadumbre.
2
¡Lo peor de la Sociedad! Eso pensaba la gente de él cada día, y no estaba muy alejada de la verdad.
—¡Ojalá te mueras pronto, desgraciado! —le gritaban los más educados.
—¡Púdrete, guatón de mierda! —le gritaban los más flaites.
—¡#/%”!)&###+{{%%ltplaceholder%%}}amp;//! —le gritaban los más osados.
Cada día era lo mismo. Eso es lo que entregaba y eso lo que recibía, era la verdad, aunque él no opinara lo mismo, claro. Él decía que la gente era la que fastidiaba. Él solo era una víctima del sistema y se defendía como podía. Así de simple. Eso es lo que decía a todos.
Su nombre era Carlos Rodríguez Tapia. Y respecto a los insultos que recibía diariamente, de todas formas debía reconocer que su odiosa reputación no había sido cosa de un día o de dos, sino de años de acaloradas jornadas de peleas y altercados con los pasajeros de su arcaica chatarra andante, la número cuarenta y dos de la línea de Buses Porteños, más conocida como: La Rompehuesos, como le decían todos, debido las bruscas sacudidas que daba al pasar por las innumerables curvas de los cerros a toda velocidad.
Con el tiempo, esta reputación se había vuelto parte intrínseca de su identidad. Para decirlo en buen chileno: era una mierda de persona. Y hasta ahora, al menos en palabras de aquellos que mejor conocían su historia, no había habido nunca un interés real por cambiar esa forma de ser.
Pero, ¿qué podían saber aquellas personas de él si estaban tan ciegas como él? Hacían lo mismo que él. Vivían igual que él. Vestían igual que él… y claro está, hasta comían lo mismo que él. Era imposible para ellos ver lo que estaba ocurriendo en su interior.
El trabajo de Carlos era tan simple como estresante: chofer de microbús colectivo. Su recorrido era el más largo de la V región de Chile, y abarcaba las ciudades de Viña del Mar y Valparaíso, pasando por el centro de ambas y recorriendo en extenso la gran mayoría de los cerros del gran Valparaíso.
Le apodaban el Ogro de las Micros. Y no le sorprendía que sus colegas y pasajeros le hubiesen puesto así. Sabía perfectamente que él no era precisamente un buen samaritano, pero, por otro lado, tampoco sabía otra forma de lidiar con las vicisitudes propias de su trabajo.
Simplemente hacía lo que mejor funcionaba para él, es decir, tomar el camino más fácil.
—¡La gente es tan estúpida! —decía constantemente en voz alta, a vista y paciencia de los pasajeros.
Era una de sus tantas frases favoritas. La repetía sin asco, varias veces al día. El motivo siempre era algo insustancial, como por ejemplo algún estudiante que no pagara pasaje completo o alguna señora que quisiera bajarse antes del paradero.
—¡Esto es una maldita pesadilla! —era otra de esas frases que distinguían su roto vocabulario.
Esta la usaba cada vez que se generaba un atascamiento de vehículos en cualquier parte de su ruta. Sobre todo en la av. España, la vía principal que conectaba a Viña y Valparaíso. ¡Aquello le enfurecía!
Carlos tenía pesimistas frases para todo. Ni hablar de cuando se trataba de insultar a algún colega de otra línea de micros que osara adelantarle para atrapar un pasajero o para saludar a la madre de alguno que otro ciclista o corredor que se le cruzara en el camino.
—¡Estos corredores…! ¡Estos corredores flojos que no tienen nada que hacer! —gritaba a viva voz.
Quizás fuese el hecho de permanecer sentado en su micro por más de nueve horas diarias, de lunes a sábado, lo que favorecía aquel estado de negación y rabia respecto al deporte o cualquier forma de ejercicio físico. No obstante, esta negación era básicamente negación hacia todo lo que él mismo no podía hacer, solo que, en el deporte, aquello se hacía más evidente.
El hecho final era que cada vez que se topaba con algún deportista urbano, ya fuese un ciclista, corredor, patinador, skater, etc., o alguien tocaba el tema de su obesidad, de inmediato intentaba ridiculizar el asunto, solo para verse bien ante los demás, pues por dentro no podía evitar sufrir silenciosamente.
—¡Estos corredores…! —vociferaba con rabia.
… Cómo me gustaría ser como ellos, pensaba después sin decirle a nadie.
Y aquella contradicción le estaba matando. Le desesperaba, le entristecía, le dolía. Durante todos estos años lo había ocultado de todos. Había aprendido a vivir con ella, a aguantársela y a asumirla como algo normal, como suele hacer la mayoría de las personas.
Y ahora, recién a sus cuarenta y dos primaveras, sentía que todo ese malestar que había procurado firmemente ignorar, se había ido acumulando poco a poco en su corazón, enmoheciéndole por dentro como una fruta podrida. Y le angustiaba terriblemente pensar que, en cualquier momento, de tan podrida que estaba, la fruta terminaría por caer del árbol.
—¡La gente de mi edad ya no cambia…!, ¡solo se vuelve más mañosa! —le decía a su esposa, Daniela, cuando esta le regañaba para que fuese más amable con las personas o le instaba a que saliera a hacer ejercicio un fin de semana.
—¡Qué voy a salir a trotar yo! ¡No me digas pavadas! ¡Mira la guatita que tengo! —decía, tocándose la ponchera con ambos manos y riendo con su particular y contagiosa risa.
Ahogaba así cualquier nuevo intento por sacarle de su comodidad. Pero bajo las risas, algo se retorcía en su interior. No importaba cuán buen humor tuviera. Nadie más que él sabía que en verdad le encantaría hacerlo, pero no tenía las agallas.
¡No quiero ni imaginarme lo que pasaría si mis amigos me vieran correr por la costa!, pensaba siempre para sí mismo. Se reirían de mí. Gritarían: ¡Llamen a Greenpeace! ¡Devuelvan la ballena al mar!
»No. Por supuesto que no. Ya estoy viejo para esa clase de humillaciones, seguía diciéndose. Mejor asumirse como uno es no más. Así me conocen todos: mi esposa, mis hijos, mis amigos… y así voy a morir, no hay más remedio…
Pero por mucho que se lo dijera, no terminaba de convencerse. Había una lucha constante desarrollándose en lo más íntimo de su ser. Se mostraba seguro ante los demás, pero había tanta hipocresía en su interior.
Esta contradicción contaminaba todos los aspectos de su vida. Odiaba su trabajo, y le habría gustado cambiar de aires, aunque sea por una vez, pero al mismo tiempo, el pavor que sentía por el cambio le impedía hacerlo. Aunque esto último, ni loco lo reconocería ante los demás. Y en consecuencia se pasaba los días poniéndose aquel incómodo disfraz de ogro, y mostrándose ante el mundo con esa despreciable actitud negativa.
Llevaba poniéndose aquel traje ya, desde hacía más de veinticuatro años, prácticamente la mitad de su vida.
DISPONIBLE EN FORMATOS:
EBOOK
TAPA BLANDA