ODISEA MÍSTICA / Libro 1:

Los Límites del Reino

DATOS TÉCNICOS:

Nº de páginas:  395

Año de Publicación:  2021

Idioma:  Español

Formatos:  Tapa blanda y Ebook

Asin: B097KWZP3V

Publicación Independiente

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EL SOÑADOR

I

Bastián tomó el misterioso libro en sus manos. Lo contempló por un momento y sus ojos brillaron con verdadera ilusión, esa que solo la magia es capaz de provocar.

Cada noche antes de acostarse, retiraba la tabla falsa ubicada detrás del dibujo de su fallecido padre puesto en la pared y sacaba aquel pesado libro. Se sentaba en su escritorio, encendía su pequeña lámpara y se quedaba por horas inmerso en la penumbra, fascinado por sus maravillosos detalles: códigos extraños por doquier, montañas luminosas, caballos alados, árboles gigantes y pozos de agua tan inmensos que era imposible que alguien en todo el reino de Bulla pudiese siquiera imaginar. En su tapa metálica resaltaba en relieve una escalofriante calavera, cuyos ojos agujerados tenían la profundidad suficiente como para introducir la falange de un dedo. Estaba rodeada por rayos y en su parte superior se destacaba un título escrito con caracteres tan incomprensibles como todo lo demás.

Este libro era su secreto, y si era valioso no era solo por su fantástico contenido, sino porque, además, representaba la prueba irrefutable de que su fallecido padre era un sabio que había penetrado en los confines mismos del misterio. Bastián siempre tenía en cuenta la imperiosa indicación dada por él, aquel día en que le viera por última vez: Te lo encargo, Bastián. Cuídalo mucho, pues algún día sus secretos te llevarán lejos.

En la primera página, escrito con letras temblantes, versaba un extraño acertijo:

“EN EL ESPEJO DEL MUNDO LA INCÓGNITA AGUARDA

A QUIEN ALCE SU DEDO Y MANTENGA LA CALMA

LAS FRONTERAS SE ABRIRÁN Y SALVARÁN SU ALMA”

A la fecha, no había sido capaz de descifrarlo. ¿Qué había querido decirle su padre exactamente? ¿Era acaso una especie de prueba que debía pasar? ¿Una forma de traspasarle parte de su sabiduría existencial…? ¿O quizás, la frase contenía algún tipo de información secreta, diseñada para ser entendida cuando dejase de ser un niño?

Realmente no lo sabía. Pero se había prometido averiguarlo más temprano que tarde.

Su padre, Alexander Fillstone había sido sentenciado a morir quemado en la hoguera junto a sus tres amigos por ser considerado un Impuro. No obstante aquel sentir popular, para Bastián se trataba de un verdadero héroe que se había atrevido a ir más allá de Las Murallas del Infierno y si su propio pueblo lo había condenado por esto, era porque vivía en un pueblo de cobardes.

Solo era un pequeño de cinco años cuando aquello había ocurrido, y no tenía mucha conciencia de los acontecimientos. Ahora ya tenía doce y por sus venas corría la sangre de un aventurero que había muerto por seguir sus ideales. ¿Le pasaría lo mismo a él? Si intentaba escapar de Bulla como había hecho su padre, ¿acaso también lo atraparían y lo condenarían a morir quemado?

—¡No! —se dijo, cerrando el libro de golpe—. Soy demasiado listo para eso. No me atraparán—. Y luego sonrío para sí mismo, mientras que en sus pequeños ojos nacía un brillo de euforia—. Tan solo necesito un buen plan, eso es todo.

Y en tanto que su mente trataba de encajar las piezas necesarias para llevar a cabo su temerario plan de escape, apretó el libro contra su pecho y sin darse cuenta, pronto se quedó profundamente dormido.

II

—¡Bastián! ¡Pero cómo es posible! ¡Todavía durmiendo! —Aquella mañana, los golpes en la puerta y los gritos de alarma le hicieron caer de la cama—. ¡Levántate ahora mismo! ¡Mira que son más de las siete y tienes que alimentar a los cerdos!

Era su madre quien gritaba y Bastián sabía que en unos segundos terminaría su alharaca, siempre y cuando le viera salir por la puerta. Por tanto, se incorporó y vistió rápidamente. Justo antes de salir, un chispazo cruzó su cabeza e inmediatamente se devolvió a guardar el libro en su escondite secreto.

—¡Tranquila Laura, ya estoy listo! —dijo sonriente cuando salió de su habitación. Siempre acostumbraba a llamar a su madre por su nombre, pues se sentía incómodo con aquella palabra que consideraba especialmente infantil: mamá.

Vivían los dos en una granja ubicada en el pueblo Mariposa, en el extremo sur del reino de Bulla. El pequeño reino feudal constaba de una población de algo más de cinco mil habitantes, cuya estabilidad se autosustentaba completamente a través de la agricultura y todas las materias primas que una exigua explotación ganadera podía procurar. Eran gente humilde y silenciosa. Su forma de vivir estaba extremadamente ligada a la firme creencia de que más allá de las gigantescas murallas que delimitaban el reino se hallaba el infierno, y que, si alguien osaba traspasarlas o tan solo acercarse, perdería su alma y traería la perdición a todos los habitantes. No menor era el hecho de que prácticamente nadie había visto aquellas murallas en realidad. Aquello no era necesario, pues, la creencia era fuerte y se aceptaba sin reparos. Aquel profundo temor, mantenía a la gente viviendo en el mismo lugar generación tras generación y cualquier sospecha de rebeldía por salirse de esta norma, era castigada de la forma más cruel y ejemplar posible.

En el centro del reino, se hallaba el Castillo Dorado en el que vivía el soberano rey Yorken Cazadragón junto a sus dos hijas, la joven Andrea de dieciocho años y la pequeña Elissa de trece. Era por todos sabidos que el rey era aquejado por una extraña enfermedad que afectaba su juicio y desgastaba su cuerpo día tras día desde hacía ya varios años. Los consejeros del rey ya habían augurado una muerte inminente para él, por lo que su hija mayor se preparaba a ocupar el trono.

—Bastián, en cuanto termines con tus labores, necesito que te bañes y te arregles bien, porque que hoy irás al Castillo Dorado, ¿entendiste? —le dijo Laura a su hijo, con su tono severo característico.

—¡¿Al Castillo Dorado?! —A Bastián le encantó la idea y no hizo ningún esfuerzo por ocultar su alegría.

—Así es. Se nos pidió un cargamento de lotos rojos para fabricar una nueva medicina para el rey. Debemos entregarla a más tardar hoy, durante la mañana. Estamos a tiempo, pero de todas formas quiero que te lleves a Mateo. ¡No quiero que tardes demasiado!

—¡Gracias Laura! —exclamó Bastián.

—¿Gracias? —preguntó su madre, extrañada—. Pero, ¿por qué me das las gracias, si sabes que es tu deber?

—Es verdad. Pero tú sabías las ganas que tenía de viajar a la ciudad. —Bastián le dedicó una reluciente sonrisa.

Laura le respondió igualmente con otra sonrisa, pero mucho más sutil y nerviosa.  Quiso abrazarlo entonces, pero se contuvo. Aunque por dentro era una mujer muy sentimental, se empeñaba en mostrar solo su lado más duro, «para no malcriarlo», se decía, aunque el motivo real era que desde que había muerto su esposo, se había entregado tanto al cuidado y formación de su hijo, que ahora le costaba relajarse y confiar en él.

III

Bastián ajustó las cuerdas de Mateo, su caballo predilecto, y luego se subió a la carreta. Los preparativos ya estaban listos y ahora solo le quedaba viajar.  Se soltó el apretado cuello de su camisa y respiró profundo. Estaba contento, no tanto porque al fin conocería la ciudad, si no por el viaje mismo. Viajar era lo que más le encantaba hacer y cualquier oportunidad de hacerlo, por pequeño que fuese el trayecto, lo agradecía enormemente. Se daba cuenta de que a su madre no le agradaba esto. Intuía que no era tanto por los peligros que pudiera haber en el camino, sino más bien, que, en algún momento dado, a él le diera por agarrarle el gusto a viajar cada vez más lejos y finalmente terminara como su padre. Bastián sabía que, a su manera, su madre solo quería protegerlo.

—¡Bastián! —le gritó Laura desde la puerta de la casa, mientras él se alejaba en su carreta—. ¡Suerte! ¡Y no te salgas del camino! ¿Me escuchaste?

—¡Obvio! ¡Nos vemos a la tarde, Laura! —fue la jubilosa respuesta.

Una vez en marcha y alejado ya de la vista de su madre, Bastián se desabrochó otro botón más de su camisa, se despeinó su rubia cabellera y sus ojos azules parecieron crecer mientras absorbían cada detalle del arbolado y pedregoso camino que se habría a su paso.

Llevaba dos de las cinco horas que tomaba su viaje a ritmo pausado. Entonces, un calor sofocante le invadió el cuerpo.

—¿No te parece extraño, Mateo? —le preguntó a su caballo, mientras sacaba una cantimplora de su bolso para refrescarse el rostro y el cabello—. ¡Cada día hace más calor! Casi parece cierto ese rumor del que la gente viene hablando desde hace algún tiempo. Eso de que los últimos días se acercan y toda esa estupidez —soltó una seca carcajada—. Dime qué opinas tú. ¿Crees que todo se acabará algún día?

El caballo relinchó y Bastián continuó su conversación con entusiasmo:

—Bueno, si eso llegara a pasar ¡qué más da! Me marcharé de aquí de todas formas —Mateo volvió a relinchar. Realmente parecía contestarle—. ¿Qué adonde iré? A la ciudad brillante que aparece en mi libro. ¡Esa ciudad existe, sabes! Pero nadie más que yo está enterado —Mateo relinchó dos veces esta vez—. ¿Y que cómo llegaré? He… Bueno, ya verás. Idearé un plan o algo así. Todavía tengo tiempo.  Tengo solo doce años —El relinchar de Mateo fue especialmente grotesco en esta oportunidad—. No te rías, esa ciudad existe, aunque tú, como eres un simple caballo no entiendas de qué estoy hablando. Además, si tan solo tuvieras alas como el caballo de mi libro, tal vez ya nos habríamos ido hace tiempo.

Siguió avanzando durante un par de horas más. Sin contratiempos, disfrutando del recorrido e ilusionándose con ideas cada vez más aventuradas para llevar a cabo su plan.  Al fin, afectado por una repentina impaciencia, dijo con firmeza:

—Sabes Mateo, lo he pensado seriamente y mañana mismo haré un recorrido a Las Murallas para reunir información. No creo que uno pierda el alma por acercarse, como dicen todos —Su caballo no dijo nada esta vez, pero Bastián continuó charlando—. Sí, sé lo que estás pensando, es por eso que iremos los dos. Tú y yo, como buenos amigos que somos. Si nos llegamos a encontrar con alguien, tú solo corre y ya. ¿Estás conmigo, cierto Mateo? —Y Mateo movió su enorme cabeza con gracia—. Sabía que dirías que sí. ¡Por algo somos los mejores amigos!

Estaba pronto a llegar al pueblo. Desde la colina por la cual bajaba ya podía observarse en toda su magnificencia la Ciudad Mercado y por supuesto el gran Castillo Dorado. Detuvo su marcha un momento para deleitarse con la monumental estructura y comprendió el porqué de tantos nombres grandilocuentes dados por los pueblerinos. Solían llamarlo también el Castillo Amarillo e incluso Castillo de Fuego, debido a sus múltiples cúpulas que reflejaban un deslumbrante fulgor al amanecer y al atardecer. Para Bastián, aquella visión fue más impactante de lo que había imaginado.

Mientras paseaba su mirada con gusto por los alrededores del castillo, divisó una pequeña muchedumbre que cruzaba las puertas de la ciudad y avanzaba hacia una extensa llanura, al tiempo que se arremolinaba álgida alrededor de un extrañísimo bulto tapado por sábanas, cuyo tamaño equivalía al de dos carretas puestas en línea.

—¡Algo pasa ahí! La gente está eufórica alrededor de esa… cosa. ¿Estarán celebrando algo? —Quiso acercarse un poco más para observar mejor, pero se contuvo en el acto. Acercarse más suponía salirse del camino y eso a su madre no le gustaría—. ¡Mira, mejor vamos a preguntarle a ese campesino que viene acercándose!

Su curiosidad fue creciendo cada vez más. Cuando llegó al lado del viejo campesino, éste dejó a un lado el enorme fardo de paja que llevaba a cuestas, arqueó su espalda y enseguida lanzó a Bastián una mirada de odio que le dejó helado.

Aun así, Bastián, que nunca se acobardaba ante una pregunta, se dirigió a él, con mucha inquietud y notablemente extrañado.

—Disculpe, Señor.

—Sé lo que vas a preguntarme, chico. ¿Qué está pasando ahí, con toda esa muchedumbre? —El campesino interrumpió un momento la dureza de sus expresiones y con una desagradable mueca de diversión declaró—: El hombre más loco del reino se encuentra en ese lugar jugando a desafiar las leyes divinas. Sé que la curiosidad te mata porque eres solo un chiquillo, pero escúchame bien, si vas para allá, mañana tu cabeza podría estar puesta en una pica.

—¿Qué pretende hacer ese hombre? —preguntó Bastián, que no se intimidó en absoluto por la amenaza de muerte.

El viejo lanzó una áspera carcajada antes de decir con una mezcla de odio y burla:

  —¡Dice que puede volar!

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